Analizando todo lo que ha pasado este año, descubro que no es obvio terminar donde empezamos, o empezar donde terminamos. Lo que a simple vista pareciera implícito resulta que puede tornarse en un privilegio.
Hace más de un año decidí mudarme a otro país, uno que está a 13 horas en avión de mi lugar de origen.
Cuando hice la jugada de mudarme, sabía que solo tenía garantizado el tiempo por exactamente 11 meses. Ni más ni menos. 11 meses que me hicieron aprender lo que jamás aprenderé en el colegio, y que me mostraron una versión de mí que no tenía la menor idea de que vivía dentro de mi ser.
Hace un año, en vísperas de despedir el 2023, tuve que volver a México, a mi ciudad. Durante 11 meses me empeñe en dejar de llamarla así, no sé exactamente a qué cosa, lugar o personas se debe, pero yo… admito que… sentía rencor.
No era rechazo a mi lugar de origen, a mi idioma que en infinidad de ocasiones me ha abrazado y me ha hecho consciente de lo suave que se siente cuando logro expresar mi personalidad y todos mis pensamientos internos con facilidad.
Es solo que a pesar de que allá vivo en comodidad, no quería regresar. Tenía que hacerlo que es diferente. Había factores ajenos a mí, que previamente habían elegido cual era mi fecha de plazo.
Como en todo, intenté mirar el lado bueno. La gratitud de volver y de aprovechar el tiempo. Reencontrarme con mi abuela, con mi hermana, con mis padres. Reencontrarme con amigas que siento que ahora comienzan a valorar diferente el tiempo que nos damos.
Solo el que lo vive entiende el significado de la temporalidad desde un lugar más profundo y más intransigente, menos obvio, menos lógico.
Estando en el avión de vuelta a mi ciudad, sentía nervios porque estaba por vivir un proceso migratorio confuso, incierto, complejo y tan específico, que hoy, casi 12 meses después, por fin estoy entendiendo como quien resuelve el juego de ajedrez tiempo después, tras una dura derrota.
Finalmente veo todas las cosas que se desencadenaron para que la ecuación no diera el resultado esperado.
Entendí que para quedarme donde estoy, estaba apostando a un plan por proceso y no por mis ideales. Entendí que todas esas veces que me corrieron de mis empleos formales en mi país, tras discutir con mi jefe de turno sobre mis propuestas y mis convicciones, estaban ahora perdiéndose en un proceso que creí justificable por el simple hecho de quedarme.
"Voy a estudiar, eso haré porque apuesto por el permiso de estudiante”, me repetía como disco rayado al punto de convencerme. Sin embargo en el interior yo sabía que no tenía ganas de convertirme en estudiante de nueva cuenta a mis casi 32 años.
Claro que no tiene nada de malo, pero no es el plan que yo honestamente sabía que estaba buscando trazar, no era la historia que estaba dispuesta a contar.
Hoy, tiempo después acepto el orden de las cosas tal y como sucedieron y lo agradezco porque soy feliz con esas decisiones.
He tenido miedo y cuando lo percibo naturalmente vuelvo la mirada y mis pensamientos con los ojos cerrados a esa ventana ovalada del avión de turno con el destino de las últimas 3 veces: Europa.
Estar en México en vísperas de cerrar el año que me había enseñado tanto se sintió como dar vueltas sobre mi propio eje. Menos sola, es cierto, pero igualmente confundida. Enfrentarse a la burocracia de un país que se rige por los valores, las formas y los procesos no es para nada sencillo.
Después de atravesar este proceso sola, nunca le diré a nadie: búscalo en internet, ahí están todas las respuestas. No es cierto. Siempre habrá alguien desafiando las reglas con su propia historia.
Quizá lo que me terminó por pasar a mí, es la historia especial ante los ojos de alguien más. Quizá el armarme de valor para empezar de cero, es la historia de inspiración para alguien más.
Volví a México con un ticket de vuelta. Por primera vez mi viaje redondo me traía de vuelta a Francia. No tenía con exactitud la fecha, había comprado un vuelo con derecho a un cambio.
Lo único que sabía es que quería volver, aunque no sabía con precisión cuándo.
Estar allá me llevó también a valorar lo que antes no veía de la misma manera. Qué cierto es ese dicho: nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde.
Cuando pensé en emigrar jamás pensé en las dificultades “obvias”, que van más allá del idioma. No pensé en: ¿qué voy a hacer cuando se me acabe mi salsa, cuando quiera tortillas?, ¿qué haré cuando salga de fiesta y no pueda corear ni una canción porque no conozco a los artistas?, ¿cómo voy a regresar a mi casa, si mi teléfono se queda sin pila y no puedo descargar google maps?, ¿cuánto me tomará aprenderme la línea del tram y los horarios del transporte público?, ¿cómo podré pedir una tarjeta bancaria, para que me puedan depositar mi sueldo, sino tengo un contrato de trabajo y tampoco un aval francés?, ¿qué puedo hacer para sanar el dolor de mis pies, a causa de utilizar tenis semi planos durante casi todo el año?, ¿en qué temporada del año debo comenzar a tomar vitaminas para apoyar a mi cuerpo con los nutrientes que necesita especialmente en la época en la que el sol no aparece?, ¿cómo le explicaré a mi cabeza que aunque odiamos la lluvia, hay que aprender a quererla porque aquí llueve 10 meses al año?
Volver a México era volver a lo que domino, donde me siento cómoda, donde no me tienen que repetir las frases, ni tengo que disculparme por no responder a tiempo. México es la comodidad de saber que donde sea que me siente, reconoceré los sabores, los aromas y también los precios, porque sé el valor de mi moneda. Estar en la Ciudad de México es ir a mis cafeterías, museos y lugares favoritos, es recorrer las calles con el sol acompañándome. Es enviar un mensaje de: ¿hacemos algo hoy? y verme con mis amigos el mismo día pero un poco más tarde.
Y sin embargo… México ya no era hogar. Es costumbre. Es mi país, pero no es mi lugar seguro (literalmente), es mi búsqueda de oportunidades continúa, pero no es mi valor brillando. Es lo conocido, pero no aquello con lo que me identifico.
Despedí el año más radical de toda mi vida en México, en un lugar donde no viví ninguno de esos retos que me transformaron por completo.
Pero así tenía que ser, no cuestiono, acepto. Porque aceptar los retos se ha convertido en verbo. Terminé el año donde no lo comencé porque a pesar del pronóstico seguí apostando por estar aquí y permanecer, así que volví.
Aterricé por primera vez en París, desde un vuelo directo a la Ciudad de México. Mis amigos me habían hecho una gran fiesta de despedida, nuestro segundo ensayo porque en el primero todo seguía siendo incierto. No sabíamos nada, ni si iba a funcionar o si yo querría volver antes de tiempo.
Pero estaba convencida, mi brújula no necesitaba batería, bastaba mi intuición para ponerla a dirigirme.
París… hermoso y auténtico, pero frío. Así me recibió, de un segundo a otro. Nuevamente me vi cruzando esos pasillos del aeropuerto que me parecían eternos porque casi no vuelvo. Nos abrazamos en el tiempo, nos lo dijimos cuando pronuncie: Je suis ici, finalement. Entendía que no había reglas porque no había juego, estaba decidido. A pesar de haber despedido el año en un lugar al este (cardinalmente), de Europa, estaba de vuelta, segura de que Burdeos me hace bien y me ayuda a reescribir la percepción de hogar y de comienzos nuevos.
y salud por eso.
P.